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Si la estadía en Santa Lucía no te hubiera hecho perder la capacidad de asombro, te habrías desmayado. Bajan unas escaleras que conducen a un sótano equipado con todo tipo de maquinarias. Tableros llenos de botones y palancas como solo viste en películas yanquis sobre viajes espaciales, acuarios gigantes en lugar de paredes. Te acercás a uno y descubrís que son pantallas. Pantallas que muestran... ¿el fondo del mar? 

Una veintena de personas aguarda en silencio. La mitad con guardapolvos blancos, la otra mitad con trajes de neoprene. Te das cuenta de que te suena la cara de varios de ellos: el señor de la boletería de micros, algún mozo del hotel. Una gran parte de Santa Lucía está reunida en el sótano de la casa de tu tío y te observa, inquisitivamente. Y, en el centro de la escena, Bigley y el del locutorio tomando pomelo. 

Bigley rompe el hielo comentando que sos heredera de Alfonso —algunos ceños comienzan a desarrugarse con esta revelación— y que, dada la desaparición de tu tío, tenés derecho a saber sobre sus proyectos y participar de ellos. 

Esta perspectiva no estaba en tus planes. Probablemente Bigley note tu cara de desconcierto, y por eso se apresura a decirte que si no estás interesada, sos libre de irte. Enseguida, el chico del locutorio agrega:

—Pero si te contamos, ya no hay vuelta atrás.




Si decís sí, quiero saber sobre los proyectos de mi tío, quedate parada acá.

Si decís no gracias, ábranme la puerta que me voy, acercate a la salida por acá.