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Te van dando información con cuentagotas, pero hay algo que no deja lugar a dudas: todo el pueblo está al tanto de la operación. El hermetismo es evidente, así que no te extraña que, ante la posibilidad de que filtres datos de un proyecto de esta magnitud, un aire de amenaza tense la conversación cada vez que alguien te dirige la palabra. Sin saberlo, firmaste un pacto tácito de silencio.

Bigley y una pequeña comitiva te llevan a un muelle destartalado bombardeado por excremento de miles de gaviotas, donde los espera una lancha.

—Andá preparando el equipo —le dice Bigley al pibe del locutorio. Por un momento este adopta una pose de eficiencia mientras vacía su mochila, pero enseguida se esfuma cuando empieza a reventar aguavivas con un arpón. Lo mirás y pensás en lo poco que tuvo que hacer para ganarse tu odio incondicional.

Mientras Bigley suelta las amarras retoma la exposición:

—Ya habrás vivenciado de chica algunos de los experimentos de tu tío, de esos que los analfabetos en cuestiones biocósmicas llaman "rarezas". Bueno, esas mismas "rarezas" son las que van a impedir que un cataclismo lumínico-plasmático elimine a la raza humana de la faz de este planeta. Y permitirán que solo unos pocos sobrevivan al holocausto. —A esta altura, no sabés si soltar una carcajada o morirte de miedo, pero Bigley sigue—. Alfonso entró en contacto con los seres que viste retratados en su casa y empezó a trazar un plan de evacuación y salvataje, pero desapareció antes de ponerlo en práctica. Por eso decidimos proceder con esta expedición: para encontrarlo y retomar el proyecto, o para iniciarte como su continuadora.

Bigley se queda mudo mirando las maderas podridas del muelle. Sentís que te tocan el hombro: tu archienemigo extiende la mano y te ofrece un traje acuático y lo que parece ser una cruza entre boquilla de buzo con manubrio de bicicleta. Seudobranquias, te dice.



Todo parece indicar que te vas a sumergir.