Atraviesan un comedor abarrotado de cosas: muebles, libros, frascos vacíos, cuadros sin colgar o que se cayeron de su lugar original se amontonan por todas partes, formando una coreografía estática y asfixiante.
No recordabas que tu tío Alfonso fuera un acumulador, pero te das cuenta de que hay muchas cosas que no recordás de él.
Bigley no te da mucho tiempo para la nostalgia. Llegan a una suerte de despacho que tiene, como mobiliario más destacado, un escritorio de roble macizo y un cuadro del tamaño de una persona donde se representa lo que parece ser un calamar gigante. La vista de los múltiples tentáculos que se retuercen te hipnotiza, y por el rabillo del ojo advertís que la patas del escritorio también están talladas con esa forma.
Bigley te deja observar el cuadro en silencio unos instantes.
—Ese lo pintó tu tío después de verlo por primera vez.
Tratás de reflexionar en lo que te acaba de decir, pero te distraés inmediatamente al ver que Bigley corre el cuadro y acciona una palanca que se oculta detrás.
A esta altura, no te sorprende que una puerta secreta camuflada como un tapiz en la otra punta de la habitación se abra.