Nunca hubieras creído que podías mantenerte inmóvil por tanto tiempo. Hace rato que pasaste la fase en que las rodillas te tiemblan; ahora directamente no las sentís, es como estar suspendida en el aire. Respirás de a sorbos, lentamente; ya no es una actividad mecánica sino consciente, desesperada. A unos metros ves, por el rabillo del ojo, la mano del enfermero controlando, cada tanto, las bolsas que se llenan. Finalmente, el hombre-niño pareciera hablar por vos.
—¿Por qué tardan tanto? ¿Qué pasa? ¿No dijeron que era una piba sola?
El enfermero contesta, con una voz cansina que parece recitar de memoria.
—Tenemos que ser discretos. La discreción es lenta.
—Y cara —contesta el paciente, probablemente solo para molestar. Dos pares de pasos pesados y agitados anteceden a la irrupción de la gigantona y su compañero.
—La pibita no está en el cuarto, pero el conserje no la vio salir. ¡Tiene que estar por acá!
—¿Por qué tardan tanto? ¿Qué pasa? ¿No dijeron que era una piba sola?
El enfermero contesta, con una voz cansina que parece recitar de memoria.
—Tenemos que ser discretos. La discreción es lenta.
—Y cara —contesta el paciente, probablemente solo para molestar. Dos pares de pasos pesados y agitados anteceden a la irrupción de la gigantona y su compañero.
—La pibita no está en el cuarto, pero el conserje no la vio salir. ¡Tiene que estar por acá!
Te sobresaltarías si no tuvieras el cuerpo tan entumecido.
—¿Cómo por acá? —el hombre-niño grita con una voz aguda, cascada, vidriosa. —¡Búsquenla y tráiganla! ¡No podemos tener una boluda chusmeando por los pasillos!
La gigantona, su acompañante, el enfermero y la mujer del microscopio salen corriendo por la puerta. Sea quien sea, el paciente colérico tiene un influjo indiscutible sobre ellos.
Vos quedate quieta y seguí respirando bajito.