La casa de
tu tío puede esperar. Necesitabas unas vacaciones, tomarte un descanso y
salirte de todo para poder pensar mejor después; la verdad es que no te estaba
yendo muy bien últimamente. Pero en la playa, frente a este mar sin bordes, las
cosas y los problemitas de todos los días se ven tan pequeños… Hace bien tomar
distancia. Deberías venir al menos una vez al año. O más, varias. Capaz podrías mudarte,
ahora que la casa es de ustedes. Pará Tamara: no te aceleres.
Con Pepo
hablan y hablan. No sabés muy bien de qué; de a ratos divagan, o dejan que las
frases se deshilachen truncas, y se ríen. Un montón. Se quedan en silencio
también, hasta que alguno de los dos o algo que no se sabe qué es lo rompe. Por
suerte todavía tenés en la cartera un paquete de galletitas surtidas que habías
comprado en el chino antes de viajar; se las comen todas, hasta las más feas. A
medida que anochece Pepo te va señalando una a una las estrellas y los
satélites que las cruzan. Cuando no sabe algún nombre (y no conoce casi
ninguno) los inventan.
Ya hace rato
que no aparece ninguna nueva estrella y están todas fijas en su sitio
cuando un destello verde relumbra a un costado, bien alto sobre el mar. Te
llevás una mano a los ojos para protegerlos, pero espiás entre los dedos.
El resplandor crece y se intensifica, cada vez más; el cielo entero, la espuma
de las olas, el agua, la arena, tu piel, todo se enciende de verde. Tratás de
moverte, pero no podés. Te parece que nada se mueve.
Como si estuvieras dentro de una fotografía, inmovilizada, así.