—Vamos por
el bosque, ¿dale? Nos desviamos un poco, pero es más tranquilo.
Sin esperar tu respuesta Pepo se adentra en el
bosque de pinos que bordea la playa. Vos intentás adivinar qué aspecto de Santa Lucía podría
parecerle agitado, pero te rendís. Mientras avanzan entre los árboles, Pepo
prende unas flores y te convida. Le sonreís. Poco a poco la caminata
se convierte en un paseo. Le preguntás por unos hongos naranjas que crecen sobre
los troncos, se ríen de la luz entre las hojas, te señala una rata muerta a un
costado. Descubren la boca de un hormiguero y observan un buen rato los minúsculos
quehaceres de las hormigas, yendo y viniendo y cargando bultos de un lugar al
otro; para lograr despegarse, tapan la entrada y deshacen el encanto. Deciden
bajar a la playa.
Te dejás
caer y enterrás las manos en la arena tibia, feliz de estar ahí. El viento
salado te despeina y te obliga a entrecerrar los ojos; adelante y todo alrededor
el mar ruge y se revuelve, verde gris e inmenso.
—Che Pepo,
¿por qué te dicen así?
—Digamos que
las pastillas no me pegan muy bien… O sí, no sé, según, depende. ¿Querés un poco más?
Si le das
unas secas más, quedate acá.
Si te parece
que así estás bien, desatate los cordones por este lado.