Acompañás a
Vicente hasta una oficina interna. Una fotocopiadora inmensa y ruidosa, de por
lo menos dos décadas atrás, escupe una copia tras otra de un mismo volante.
Reconocés el patrón: una foto borroneada en el centro, arriba un letrero de
PERDIDO en letras gruesas de marcador y los datos de contacto al pie. Con cada nueva copia, el aparato se sacude para uno y otro lado y un haz de luz barre la habitación. A un costado
de la máquina se recuesta contra la pared un chico joven. Debe tener más o
menos tu edad, calculás, tal vez un poco menos, aunque la visera que le tapa la
mitad de la cara no te permite asegurarlo.
—¡Pepo! Vino
la sobrina de Montgomery, de Buenos Aires. Acompañala a la casa y entrá con
ella, no la dejes sola en ningún momento. Cualquier problema o cosa rara que
vean, me llamás de inmediato, no tocan nada, dejan todo tal cual como está y
esperan afuera, ¿estamos?
—Faltan como
cien copias todavía —el cadete señala la máquina con el mentón afilado—. Serán veinte
minutos más o menos, algo así. Eso si no se atasca.
Vicente
respira hondo antes de contestar.
—El aparato
va a estar ahí cuando vuelvas. Y así como vamos, seguramente van a seguir
llegando otros avisos. Ahora lo importante es otra cosa.
Levantando
apenas los hombros, Pepo se despega de la pared y va hacia la puerta.
Seguilo por este lado.