La mirada de esos ojos submarinos, desprovista de cualquier vestigio de humanidad, te impulsa a irte de ahí. Girás hacia la ventana, dispuesta a tirarte de cabeza si es necesario, cuando una imagen que tu pupila levanta de reojo capta tu atención. Maldita sea, por qué tenés que encontrar, entre todos esos papeles horrorosos, una foto tuya y de Poli.
No lo podés evitar: la levantás y tratás de volver al momento exacto del recuerdo. Vos sos una nena de flequillo y piernitas de tero, con los puños llenos de caracoles. Poli, a un costado, ya tiene esa media sonrisa que todavía hoy es tan característica de él. La ternura hace que tardes unos segundos en notar la presencia del fondo. Raspás la superficie de la foto; seguro que es una mancha y te estás haciendo la cabeza.
Pero no, ahí, parada sobre las rocas del acantilado, una figura pequeña y lejana pero visible: un hombre desnudo. O al menos es la primera impresión. Parpadeás varias veces hasta que te terminás de convencer de lo que estás viendo. Donde debería tener la boca, los ojos, la nariz, se retuerce un montón de tentáculos rosados.
Te parece escuchar algo.