—¿Qué hacés, Tami?
—¿Qué decís
pelotudo? Odio que me digan así. —Te reís y Pepo se ríe con vos, aliviado—. Me
dieron ganas de nadar un rato. Hace años que no me meto en el mar.
—¿Estás segura? Mirá que yo no sé nadar, eh.
Además hace frío, te vas a congelar.
—Está todo
bien, me meto un rato y vuelvo. Vos quedate acá. Y no me mires mucho.
Te alejás
corriendo en corpiño y bombacha. El viento está frío, pero sabés que una vez
adentro del agua no lo vas a sentir tanto. Te zambullís sin pensarlo dos veces.
Está helada. Nadás para entrar en calor, y poco a poco lo lográs. Mirás hacia
donde está Pepo y te saluda. Te sumergís para bucear. El
agua está revuelta, te envuelve y sacude, intenta arrastrarte lejos de la
orilla, tira para abajo, te hace perder el pie y la orientación, te chupa. Te asustás. Braceás
desesperada y solo con mucho esfuerzo conseguís salir a la superficie. Inspirás
profundo para llenar los pulmones de aire. Tenés ganas de llorar. Buscás a Pepo
con la mirada, no está. Sí, ahí lo ves, solo que no donde lo dejaste. Corrió
hasta la orilla y gesticula frenético con los brazos, agitando la gorra de un
lado al otro. Levantás el pulgar para tranquilizarlo y hacerle saber que estás
bien, que no te ahogaste, pero no se detiene, al contrario. Te grita pero no llegás
a oír su voz. Te hace señas para que salgas. Recién entonces lo notás: el miedo
le transfigura la cara.
Siguiéndole
la mirada girás hacia atrás, en dirección a lo hondo. Una extremidad viscosa te rodea; ves una boca que parece un pico, branquias, ojos
negros sin iris ni pupilas, escamas, garras, labios, ventosas, otros tentáculos que te sujetan
y arrastran, ahora sí, a las profundidades sin fondo, donde nada vive ni puede morir.
FIN