3.1.2.2

De repente te dieron ganas de despejarte.

—¿Qué hacés, Tami?

—¿Qué decís pelotudo? Odio que me digan así. —Te reís y Pepo se ríe con vos, aliviado—. Me dieron ganas de nadar un rato. Hace años que no me meto en el mar.

 —¿Estás segura? Mirá que yo no sé nadar, eh. Además hace frío, te vas a congelar.

—Está todo bien, me meto un rato y vuelvo. Vos quedate acá. Y no me mires mucho.

Te alejás corriendo en corpiño y bombacha. El viento está frío, pero sabés que una vez adentro del agua no lo vas a sentir tanto. Te zambullís sin pensarlo dos veces. Está helada. Nadás para entrar en calor, y poco a poco lo lográs. Mirás hacia donde está Pepo y te saluda. Te sumergís para bucear. El agua está revuelta, te envuelve y sacude, intenta arrastrarte lejos de la orilla, tira para abajo, te hace perder el pie y la orientación, te chupa. Te asustás. Braceás desesperada y solo con mucho esfuerzo conseguís salir a la superficie. Inspirás profundo para llenar los pulmones de aire. Tenés ganas de llorar. Buscás a Pepo con la mirada, no está. Sí, ahí lo ves, solo que no donde lo dejaste. Corrió hasta la orilla y gesticula frenético con los brazos, agitando la gorra de un lado al otro. Levantás el pulgar para tranquilizarlo y hacerle saber que estás bien, que no te ahogaste, pero no se detiene, al contrario. Te grita pero no llegás a oír su voz. Te hace señas para que salgas. Recién entonces lo notás: el miedo le transfigura la cara.

Siguiéndole la mirada girás hacia atrás, en dirección a lo hondo. Una extremidad viscosa te rodea; ves una boca que parece un pico, branquias, ojos negros sin iris ni pupilas, escamas, garras, labios, ventosas, otros tentáculos que te sujetan y arrastran, ahora sí, a las profundidades sin fondo, donde nada vive ni puede morir.



FIN