3.2.2.2.2bis

Girás. Abrís la boca como para gritar, pero la garganta se te resquebraja en una aspiración seca. Parado en el umbral te enfrenta, inconfundible a pesar de los años, el tío Alfonso. El pelo le cae plateado sobre los hombros, el contorno de los ojos oscuro como si los tuviera delineados, las sombras violetas que los rodean. Pero hay otra cosa. Sobre el labio inferior asoman los colmillos superiores, largos y amarillentos, casi hasta el mentón. 

—Bienvenida Tami. La verdad, contaba con que viniera tu hermano. Me sorprendiste. No importa, tu sangre va a servir igual. Somos familia, al fin y al cabo. 

Tu tío avanza hacia vos, lentamente, haciendo crujir las tablas del piso a cada paso. Mirás de reojo el espejo del aparador: no, no te confundiste. Alfonso no se refleja.

—Hagámosla corta. Hace años vengo alimentándome de los chicos, los animales, los indigentes y los solitarios de este pueblo... Podría seguir así por siempre. Me cansé. Tengo algo que proponerte. Si mezcláramos nuestra sangre, yo te daría la vida eterna, y vos a mí, Tami, la—

—¡Bastaaaaaaaa! ¡Estoy podrida de todo esto! ¡No me llamen más así! ¡Estoy harta de este pueblo, de esta herencia y de todo! —mientras gritás agarrás una botella de licor de menta del aparador, la rompés contra el mueble y te abalanzás sobre tu tío, que te mira incrédulo cuando se la clavás en el centro del pecho, la yugular, la cara. La sangre empieza a correr sobre su piel y sus ropas. Sin entender del todo qué estás haciendo, llevás la boca a la herida del cuello y tomás. Primero con delicadeza, sorbiendo la sangre que fluye, pero cada vez hundís más los dientes, y mordés hambrienta y saciada como nunca antes. El tío Alfonso gime bajo tu cuerpo, demasiado debilitado para defenderse. 

Cuando ya comiste todo lo que podías comer, te limpiás los labios con el dorso de la mano y pensás qué hacer. A través de los periódicos amarillentos que cubren las ventanas te parece entrever el último resplandor del día. Es ahora o nunca, pensás, y te apurás a arrojar el cuerpo casi desangrado de Alfonso al patio, a través de la puerta de entrada. Cuando vuelvas a aventurarte al exterior, ocho noches después, ahí donde cayó solo vas a encontrar un rastro de ceniza ocre, nada más. 

Mientras tanto, solo querés dormir. Bajás al subsuelo de la casa, donde encontrás una cama estrecha pero confortable, te acomodás en ella, cerrás la tapa y dormís, hasta que vuelve a despertarte el hambre.



Abrí los ojos acá.