No se te ocurre una manera más simbólica de hacerte valer como ama y señora de la casa que erradicar a sus ocupantes furtivos, así que agarrás lo primero que te parece que podría funcionar como arma (un paraguas destartalado) y te acercás al aparador. Si hay un roedor escondido, mejor encargarse de él ahora que está acorralado.
Abrís la puerta con un envión tan exagerado que casi la arrancás de sus goznes. El golpe asusta a una veintena de cucarachas que salen disparadas, cada una en una dirección diferente, multiplicadas por el espejo que adorna el fondo del aparador. La más gorda vuela directo hacia tu oreja, se choca, cae y empieza a caminar por tu hombro. Te sacudís asqueada, pero se te pasa cuando escuchás que alguien baja las escaleras.
Contenés la respiración mientras te preguntás quién podría estar en la casa. A través de los vasitos ves que tu reflejo empalidece. Por los crujidos del piso sabés, sin dudas, que el visitante inesperado se detuvo en la puerta del living. Estás por darte vuelta para enfrentarlo cuando notás un detalle que empeora las cosas: el espejo del aparador, orientado hacia la puerta, solo muestra un rostro (pálido, de pupilas cada vez más dilatadas), el tuyo.
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