—A ver, Poli, ¿cómo carajo querés que te lo diga? Vas vos o vas vos, no tenés idea de lo mal que lo pasé.
—¿Vos me estás diciendo que porque un viejo boludo se hizo el vivo con vos en el micro yo voy a tener que fumarme el garrón de ir hasta allá? Salí de acá... Ni que te hubiera secuestrado una secta.
Nunca vas a entender por qué no le contaste la verdad a Poli: si lo que pasó fue que, a medida que te alejabas de Santa Lucía, te empezaste a convencer de que todo había sido producto de una sobrecarga emocional y una imaginación excitada; o si el rencor que le guardás a tu hermano por su displicencia y desenfado hizo que buscaras que, por una vez, sienta lo que es estar en tus zapatos. La segunda posibilidad te avergüenza tanto que, poco a poco, la vas sepultando debajo de imágenes confusas y distorsionadas que resumen tu estadía en Santa Lucía.
Poli prepara el bolso con la misma despreocupación con que encara todo en la vida y al día siguiente se toma el micro hacia el pueblo costero. Cuando se despiden, sentís que te transmite ese entusiasmo agridulce que se tiene cuando se revisita un escenario de la infancia. Pero es solo un segundo. Esa infancia quedó enterrada bajo un colchón de hojas mustias y de lombrices moribundas.
¿FIN?