2.1.1

El mozo no te sacó los ojos de encima en ningún momento, pero titubea al acercarse.

—Sí, decime. —Actúa como si estuvieras por pedirle un licuado o una medialuna de manteca.

—Mirá, ya no estoy para jugar a los acertijos —le decís tratando de sonar inflexible—, ¿me podés decir qué es esto de los papelitos?

—Este... Sí, bueno, mirá... —Parece que se va a desmayar, pero una voz que reconocés lo saca del momento incómodo.

—Dejá, querido, yo me encargo —le dice con voz profunda y algo áspera la mujer del pelo de tres colores—. Vení conmigo, chiquita. —Te agarra el brazo con firmeza, pero el gesto no es imperativo ni autoritario. Sentís como si te guiara al lugar al que querías llegar.

No te dice nada más hasta que llegan a la calle. En realidad, se habla a sí misma: —Ya deben estar por llegar.

Antes de que puedas preguntar quiénes, una traffic blanca se estaciona frente a ustedes. No podés evitar recordar el mito urbano con el que tus compañeros te asustaban en la primaria: una combi blanca levanta chicos en la calle para robarles los órganos. Nunca faltaba alguno que conocía a un vecino de un primo de un compañero de inglés que había aparecido en una esquina con los ojos cosidos y un sobre con un pedido de disculpas a los padres o con dinero para el entierro.

La puerta de la traffic se abre y alcanzás a ver a dos mujeres tras una cortina de humo de cigarrillo. Ya estás jugada. Con un suspiro te subís.



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