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No entendés cómo ni por qué, pero dormís unos minutos que parecen horas, o tal vez unas horas que parecen minutos. Te despertás sobresaltada, con la boca pastosa y una sensación de sequedad que te atraviesa. Te cuesta mover los músculos dormidos. Mientras te levantás, vas recordando de a poco: el empapelado, los cuartos iguales, las sanguijuelas. La puerta de la habitación está cerrada, aunque no recordás haberla cerrado. Forcejeás para abrirla pero es en vano; no cede. Sin embargo, hay algo que te preocupa más que el encierro y tus desvaríos sobre cuartos idénticos: es la sed, la sed que te abrasa y te paraliza. Sentís que la boca te quema y la garganta te raspa. La temperatura del cuarto sigue subiendo.

Te abalanzás al baño y abrís la canilla, pero no sale nada. Probás con las dos, primero una, después otra. Nada. La bañadera. Tampoco. El metal de la ducha está oxidado y anaranjado, como si no hubiera sido usada en mucho tiempo. Mirás al inodoro como tu última y humillante opción. Levantás la tapa.

Seco.

No hay una gota de agua en toda la habitación.



Golpeá bien fuerte la puerta.