El Palacio Municipal, como lo llaman los vecinos, desentona un poco entre las casas bajas que ocupan las manzanas principales de Santa Lucía, una monotonía solo interrumpida por las fachadas de algún almacén de barrio, el correo, la comisaría, una escuela primaria y una salita de emergencias. A medida que te acercás, empezás a distinguir los detalles que adornan el edificio gris y descascarado: el escudo del pueblo, con su santa de cuencas oscuras, y las dos sirenitas de cemento que lo flanquean.
Vicente es de esos empleados municipales que parecen ocuparse de todo: te lo imaginás tanto detrás de una pila de papeles y un manojo de sellos, como barriendo las hojas de la vereda. Dan testimonio de este exceso de actividad sus movimientos rápidos, su espalda encorvada y su pelo prematuramente blanco, que contrasta con la piel curtida por el aire marino.
—Usted debe ser la sobrina de Montgomery, ¿verdad? —Suponés que la escasez de turistas en esta época del año no debe dejar lugar a dudas—. Ya era hora de que viniera alguien, desde la desaparición de su tío que estamos esperando que algún familiar ponga orden a sus asuntos.
Lo que viviste en las últimas horas te saca las ganas de darle cualquier explicación y de ofrecer batalla a esa necesidad de transmitir culpa, propia de su profesión. Así que te apurás a pedirle las llaves de la casa de tu tío. Pero las líneas de la cara de Vicente se transfiguran cuando te pide que no vayas sola.
—Su tío... estaba en algo raro, no sé en qué estado va a encontrar las cosas. No entre sola.
Más allá de lo inquietante de esta advertencia, no vas a dejar pasar la oportunidad de resultarle una molestia a un administrativo hiperactivo: —¿Usted no me podría acompañar?
Las líneas de expresión se le tensan de nuevo. —No me corresponde, tengo mucho que hacer. Le puedo mandar un cadete, si quiere.
Si desoís la advertencia y vas sola a la casa, saludá por acá.
Si preferís que te acompañe el cadete, asentí hacia acá.