Agarrás una jeringa, saltás desde atrás de la heladera y apuntás hacia la cara. El hombre-niño atina a correrse, apenas. Se la clavás en el cuello. Aprovechás la sorpresa y le aferrás la muñeca. El antebrazo es largo y flaco; lo recorren dos venas azules gruesas y prominentes, sobre las que se distribuyen varios moretones y heridas. Antes de que reaccione, manoteás otra jeringa y se la hundís en una de las venas. Apretás.
Por un instante, la vena se hincha con el globo de aire.
Mientras la burbuja se deshace, seguí por acá.