3.2.2bis

La elegancia del triunfo te dura poco: con un salto mal calculado, te introducís por la ventana y caés sobre una alfombra oscura y polvorienta. No sabés qué te molesta más, si el polvo que ya invadió tu organismo a través de tus fosas nasales o el intenso, irreductible, insondable olor a humedad. 

Mirás alrededor para descubrir que albergás un leve recuerdo sobre este cuarto. Las paredes de madera, el juego de sillones color musgo, y en el centro de la escena un combinado en el que, ahora es una certeza, pasaste muchas horas de tu vida escuchando canciones infantiles. Te olvidás de todo —el tío Alfonso, Beba, la herencia— y te acercás emocionada al aparato que te brindó tantas alegrías hace años.

Lo primero que te sorprende es notar que hay un disco puesto. Recordás lo meticuloso, rayano en lo obsesivo, que era tío Alfonso con su colección de discos. Apenas uno se terminaba había que correr la púa, sacarlo y guardarlo en el sobre correspondiente. Si el tío se llegaba a dar cuenta de que un disco estaba guardado en un lugar equivocado, la reprimenda era severa.

El disco no es lo único llamativo. La púa está girando en falso, produciendo un tic, imperceptible al principio, pero imposible de ignorar una vez que lo escuchaste. Ese tic tic te pone los pelos de punta. ¿Cuánto tiempo hace que alguien puso ese disco en el combinado? Lo observás de cerca. No tiene ninguna etiqueta. Es un disco negro, reluciente, tentador.



Si querés hacer andar el disco, levantá la púa.

Si decidís explorar el resto de la casa, pasá por acá.