El quiosco de Beba apesta como siempre: generaciones tras generaciones de gatos habían caminado, procreado, muerto y sobre todo hecho sus necesidades entre la poca mercancía. No los contás, pero a simple vista podrías asegurar que por lo menos una veintena de felinos, de todos los colores y tamaños, se reparte en el interior del local. Sabés que en el terreno del fondo y la casa hay muchos más.
Beba levanta su único ojo vivo para mirarte. El de vidrio está fijo hacia un costado.
—Hola, ¿qué tal? Quería, mmm, un paquete de pañuelos por favor. ¡Uh no! Mejor no. ¿Cuánto están los chupetitos?
No te podés contener. Sobre el mostrador penden cuatro colgantes con forma de chupete: uno negro, otro transparente, un lila traslúcido y uno naranja flúo. El transparente es grande y tiene burbujas adentro, los demás son diminutos, de los más chicos. No esperabas volver a verlos nunca más.
Mientras te atás el hilo al cuello te sobresalta la voz de Beba, rasposa por el cigarrillo.
—Viniste por la casa no. Me acuerdo de vos. Y de tu hermano. Hombre malo tu tío. Odiaba a los gatos, y los gatos lo odiaban a él. Oscuro, ellos saben. Hay que limpiar esa casa. Quemarla mejor, desde las raíces. No me creés. Ahí sí. Las cenizas al mar, y todo lo que tiene. Te parecés a tu tío. Se ve. Hombre malo. Por eso viniste vos no. Quedate ahí. Por eso me ardía el ojo muerto. Esperá. No es tarde capaz. Chupetes no. Pañuelos. No sé. Tal vez no. Dónde.
Y se agacha detrás del exhibidor para buscar algo.
Si esperás a ver qué te quiere mostrar, quedate acá.
Si decidís escabullirte y aventurarte a la casa, a ver si lográs entrar, esquivá el gato atigrado y salí por acá.