5.2.2bis

Corrés en completo estado de pánico por los pasillos y bajás las escaleras torciéndote el tobillo en uno de los descansos, pero el terror que te empuja a salir a toda velocidad del hotel hace que no sientas dolor. Tampoco sos consciente de las manchas que tiñen tu ropa, mitad sangre y mitad químicos provenientes de los frascos que rompiste. Algún ácido de los que te alcanzaron agujerea tu ropa entre pequeños espirales de humillo verdoso. Solo sospecharás las causas de esos agujeros varias horas más tarde, cuando descubras las quemaduras en tus rodillas y en tu pecho.

El recepcionista del hotel debe estar buscándote con los demás, porque cuando pasás por el hall no lo ves por ningún lado. Como una ráfaga atravesás la oscuridad de las calles desiertas del centro del pueblo, patinándote en las hojas muertas y pisando charcos de agua podrida.

Mientras cruzás la plaza te das cuenta de que ya no es necesario seguir corriendo y aminorás el paso. Sentís que la cabeza te late y, por un segundo, creés que el suelo da vueltas a tu alrededor. Das dos pasos más y te detenés apretándote las sienes. No sabés si tus sentidos se agudizaron o si tus nervios te están jugando una mala pasada, porque empezás a sentirte abrumada por toda la información que tu cerebro tiene que procesar: un olor a pescado podrido, un gusto metálico, una vibración en las plantas de los pies, el viento que trae unos maullidos quebrados. Abrís los ojos y comprobás que, efectivamente, el piso se mueve: millones de lombrices brillantes y húmedas se retuercen a lo largo y ancho de la plaza, sobre los bancos y —te imaginás— en los brazos y piernas de la estatua.

Agotada y con los nervios destruidos, caminás hacia la terminal reventando a tu paso a los bichos ciegos e indefensos.



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