El mozo te trae un plato vacío. Tiene las manos manchadas y suciedad acumulada abajo de las uñas. Y si mirás con atención, bajo las luces oscuras y multicolores del local llegás a notar que la loza del plato está opaca, nublada de restos de grasa y sangre. Ajeno a todo, Jonás te sonríe con sus dientes encantadores. Te esforzás por sonreírle también mientras te sirve una tajada generosa de carne. Jonás come su primer bocado.
—Mmm, está deliciosa. Me parece que me estoy arrepintiendo de haberte invitado. Es un chiste, no importa, después pedimos más. Comé que se te enfría, Tamara. Es lo mejor que probaste en tu vida.
Cortás una puntita diminuta como para que no se sienta despreciado. Realmente está exquisita. Comés un poco más. Jonás tenía razón: nunca probaste algo así. Querés decírselo, volver a sonreírle pero con toda la boca esta vez, hacer algún comentario ingenioso, pero para eso deberías dejar de masticar. Mejor dejarlo para después. No te gustaría ser grosera tampoco, así que le echás un vistazo rápido: él está concentrado en su plato, no parece extrañar la conversación, ni el micro ni a vos. Mejor así, pensás, mientras te llevás a la boca otro bocado. Más tarde va a haber tiempo. Cuando te estás por terminar tu parte, ves que el mozo les cambia la bandeja vacía por otra, rebosante de carne. En verdad no ves al mozo, solo su mano, pero te alcanza para reconocerlo y amarlo infinitamente. Si pudieras levantarte lo abrazarías. Tal vez cuando termines este nuevo corte.
Seguí comiendo, yumi yumi.