—Disculpame, Jonás, pero no puedo comer eso, y te recomiendo que vos tampoco lo hagas. —A medida que le contás lo que viste (o sospechás haber visto) en la cocina, sus ojos se van agrandando detrás de los lentes y unas gotitas de sudor aparecen en su frente.
De un salto, Jonás se pone de pie y, agarrándote de la muñeca, te dice en un tono que te llena de seguridad: —Salgamos de acá.
Aprovechan que el mozo les da la espalda para abrirse paso entre las mesas. Ninguno de los comensales parece notarlos: están todos concentrados en sus platos de carne.
Una vez afuera, el viento frío y la lluvia hacen que, casi sin darte cuenta, te aferres al brazo de Jonás. Un segundo micro espera junto al primero, a varios charcos de distancia. Avanzan agazapados entre los camiones estacionados en el barro hasta que Jonás se frena en seco y te señala un punto cercano. No podés creer lo que ven tus ojos: en ese mismo momento, dos figuras están subiendo al micro. Una de ellas, la más alta, usa una capucha. Ver a la otra te paraliza, porque de pronto te estás viendo a vos misma intercambiando unas palabras con el chofer, como si nada.
—¿Qué hacemos? —te pregunta Jonás, con un leve temblor en la voz. Solo se te ocurren dos posibilidades: volver al micro y denunciar a los impostores o escapar.
Si le proponés a Jonás subir al micro, pasá por acá.
Si decidís escapar con él, corré por acá.