1.2.2bis

Empezás a arrepentirte de tu elección al tener que pedirle permiso a tu compañero de asiento, profundamente dormido. Por supuesto, no se digna a levantarse, y te ves obligada a deslizarte para pasar. No te sorprende que exhale una especie de gemido ronco cuando tus muslos le rozan las rodillas.

La puerta del baño está, efectivamente, cerrada. Las manchas de diversos colores que la adornan y su aspecto pegajoso te desalientan de golpear, pero aun así levantás el brazo para hacerlo. Apenas acercás los nudillos a la superficie roñosa, la puerta se abre y te revela lo que hay en el interior.

—Hola —le decís a la nenita que está parada entre el inodoro y el lavatorio. Sus ojazos negros y los dos caminitos sucios que dejaron las lágrimas en su cara te hacen olvidar el misterio del mensaje de texto. Te acercás y le hablás en el tono más maternal del que sos capaz—. ¿Estás solita?

Te sobresaltás tanto por el portazo a tus espaldas, que te perdés el momento exacto en que los ojos de la nena empiezan a cambiar de color. Negro, gris, blanco. El progresivo brillo de sus pupilas te desconcierta de tal forma que solo atinás a mirarlas boquiabierta. De hecho, pasan varios segundos hasta que notás que el rostro y todo el cuerpo de la nenita empiezan a tener otra consistencia. Sentís un cosquilleo en la nuca y una presión en el estómago: la nena se está derritiendo. De repente, tomás conciencia de que ya no estás viendo a la nenita derritiéndose. Te ves a vos, Tamara, mientras tu expresión de desconcierto se vuelve una sonrisa sardónica. Lo último que ves antes de terminar de convertirte en un charco sanguinolento es a la Tamara impostora que se aleja tras la puerta del baño, sin molestarse en cerrarla. Por alguna razón, sospechás que tus compañeros de viaje nunca llegarán a Santa Lucía.



FIN