Te despierta un dolor intenso repartido en distintas zonas del cuerpo. El muslo derecho te quema, la mejilla te late deshecha en una pulpa sin forma, los brazos te tiran como si te los fueran a arrancar. Te cuesta abrir los ojos; a medida que recobrás la conciencia el dolor se vuelve más y más intolerable. Tardás un rato en darte cuenta de que estás llorando y llamando a Poli.
Poco a poco afinás la percepción de tu cuerpo. Estás colgando de los brazos, con las muñecas atadas en lo alto. Entre lágrimas mirás alrededor: estás, claro, en la cocina de la parrillita. El humo y las lágrimas no te permiten discernir mucho; apenas entrevés el brillo de las brasas, los asadores yendo y viniendo, azuzando los fuegos, acomodando la carne. Te mirás, abajo y arriba. Estás sucia de barro y sangre, estás desnuda, estás atada a un gancho sostenido por cadenas. Volvés a mirar para abajo, buscando el ardor en el muslo: tenés un hueco a la altura de la nalga, como si te hubieran cortado una tajada. Vomitás y el vómito te corre por el cuerpo. Querés gritar pidiendo auxilio, pero estás extenuada por el dolor.
Entre la humareda se acerca uno de los parrilleros, con una cuchilla en la mano. Vos solo podés llorar. Se detiene a medio paso de distancia, te observa y te huele, extrañado; te pasa la punta del meñique por la panza y prueba. Sonríe. Cuando levanta el cuchillo, listo para cortar, te desvanecés para siempre.
FIN