2.2.2.1

Entrás en el local tratando de no tirar nada ni golpear la caja. El pasillito es tan angosto y las estanterías están tan cargadas de mates de plástico, termos floreados y bijouterie de fantasía, que te lleva unos cuantos segundos encontrar al empleado del negocio, un chico con cara de nada y aspecto nervioso.

—Disculpame, ¿sabés dónde está el reloj principal de la terminal? Me tengo que encontrar con alguien ahí.

Creés que acabás de pronunciar la combinación de palabras más ridícula del mundo, pero el chico te responde con la naturalidad de quien está acostumbrado a ese tipo de consultas: —Sí, mirá, lo tenés a diez metros a tu izquierda.

—Ah. Gracias —le respondés cuando te das cuenta de que pasaste por ahí al menos tres veces.

En el apuro por salir tropezás con un paragüero que sobresale de un rincón y con espanto ves cómo la caja se desprende de tus manos y cae con un ruido de vidrios rotos. Por el rabillo del ojo ves que el chico se acerca para ver qué rompiste, pero se para en seco al notar que la caja empieza a emanar un humo verdoso que se extiende rápidamente por el local. Los efectos no se hacen esperar: los dos ya están tosiendo y frotándose los ojos, que arden de forma infernal, y sentís unas puntadas en el pecho y un ardor que te invade el rostro. Cuando empezás a clavarte las uñas en el cuello y las mejillas, unos hombres de traje y anteojos negros que entran corriendo al local te arrastran al exterior mientras la gente mira tapándose la boca y la nariz.

Te desmayás, pero no sin antes ver que, debajo del reloj, un hombre de delantal blanco te mira apretando los puños y se va corriendo.



Despertate acá.