2.2.2.1bis

Te despertás en lo que parece ser una enfermería en pésimo estado. Las estanterías llenas de frascos marrones con etiquetas escritas a máquina y las gasas desparramadas por los rincones delatan una alarmante falta de mantenimiento.

Intentás recordar cómo llegaste ahí, pero las imágenes confusas que conservás de Retiro se mezclan con las pesadillas que te acosaron después del desmayo. En la más terrible de ellas estabas colgada de los brazos y una nena diminuta con la cara sucia te arrancaba pedazos de los muslos. Instintivamente, te llevás una mano a la pierna, pero algo te detiene: tenés ambos brazos aferrados con correas a la camilla. Si es que puede llamarse "brazos" a esos bloques de carne maciza y amoratada, aún bajo los efectos del tóxico que contenía la caja.

Un portazo que resuena en tu cráneo con la intensidad de una campanada te devuelve al cuarto frío y mal iluminado. Los hombres que, parados uno junto al otro, ahora ocupan el ancho del recinto, son los mismos que te sacaron a rastras del negocio de la estación.

—¿Qué hago acá? ¿Quiénes son ustedes? —preguntás con un hilito de voz. Por toda respuesta, uno de ellos abre un maletín similar al de los médicos de las películas en blanco y negro. De su interior, en lugar del estetoscopio, el tensiómetro y el bajalenguas, extrae una tenaza, un martillo y una pequeña sierra. Los pasa de una mano a la otra, jugueteando, mientras te mira. El más alto, de pelo entrecano y largas y espesas patillas, se acerca a un tomacorriente y la sala empieza a retumbar con el sonido de un taladro. Despacio, con una media sonrisa casi seductora, se te acerca tanto que podés ver sus ojos diminutos detrás de los lentes negros.

 —¿Así que te gusta jugar a "Juliana terrorista"? Vamos a ver si ahora le bancás los trapos a tu "profesor"...



FIN