2.2.2.2bis

Pasás debajo de un reloj digital y otro más. Empezás a desesperar. Sin darte cuenta chocás con el hombro a alguien. Disculpe, balbuceás. Lo esquivás maquinalmente para retomar tu camino y volvés a chocártelo. Permiso, rogás impaciente. El hombre te sigue obstruyendo el paso. Tratás de correrlo con el codo, pero es inútil. Le buscás el rostro con la mirada, pero está tan cerca, tan pegado a vos, que apenas distinguís esquirlas inconexas: el pelo largo hasta los hombros partido en mechones amarillos y negros, los pliegues flojos del cuello, la piel curtida por los años y el sol, la calavera turquesa sonriendo con sus ojos huecos en el lóbulo de la oreja. Murmura, no para de murmurar, pero no alcanzás a distinguir qué. Te echa el cuerpo cada vez más encima, y su perfume es tan ácido que te marea. Abrís la boca para respirar hondo, llenar los pulmones, pedir ayuda, gritar, pero una mano te amordaza mientras la otra te aprieta el brazo.

—¿Qué hacés, a dónde vas? ¿Por qué tardaste tanto? Y sobre todo, ¿quién sos? ¿Por qué no vino Jordana? 

Ahora sí, el extraño te enfrenta, como si quisiera clavarte en el lugar con la mirada. Tiene los iris turquesas, jaspeados con pintas amarillas, y por un momento no entendés nada. Del mismo color que el aro, pensás, y advertir esa coquetería fútil de alguna manera te distrae y te relaja. El hombre algo debe percibir, porque su actitud cambia de inmediato. Antes de que te des cuenta te arranca la caja de las manos.

—Vos te venís conmigo —y te arrastra por el brazo hasta la salida más cercana. Sin dudas tiene fuerza. Lo mirás de reojo. No era así como habías imaginado al Profesor, aunque pensándolo bien no lo habías imaginado de ninguna manera. Salen al puente donde paran los taxis. —Vamos a dar un paseo. 

Como si se hubiera materializado de la nada, un auto se recorta de las sombras y se detiene frente a ustedes.



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