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El plush aleopardado que cubre el asiento huele a rancio y humedad. Un acrílico oscuro los separa de la cabina del conductor, y los vidrios polarizados no te permiten ver dónde se dirigen.

¿Quién te mandó a vos? ¿Qué le pasó a Jordana? Hablá, nena. ¿Cómo te llamás?

Empezás por lo más fácil.

—Tamara —y ya no tenés nada más que agregar. El Profesor te mira impaciente, rechina la mandíbula, resopla.

—Tami. —Abrís la boca para decirle que no, que no te llame de esa manera, que lo odiás, que tu nombre es Tamara así completo, que no vuelva a hacerlo nunca, pero te mordés la lengua. Algo te dice que más vale andar con cuidado. ¿Por qué cerrás la boca de repente, qué ibas a decir? ¿Quién te mandó?

—La señora de la empresa, la que me iba a cambiar el pasaje. Con el pelo de colores. No me dijo cómo se llamaba. En el primer piso.

—¿De qué estás hablando? Contestá lo que te pregunté. ¿Dónde está Jordana?

—Es que fue así, es culpa de la mujer, yo le mentí, ella no me lo quería cambiar, dije cualquier cosa, algo de un paquete, no sé, yo solo quería —el Profesor golpea con el puño la ventanilla de tu lado. El brazo te pasa a unos pocos milímetros de la cara y el vidrio retumba con un estruendo seco. Te largás a llorar.

—Cortala y no me pongas más nervioso de lo que estoy. No tenés idea del lío en el que te metiste, Tami. Ni la menor idea murmura esto último mirando hacia el otro lado, hacia su ventana, entre dientes apretados. La voz está cargada de amenaza y violencia, de una crueldad fría que te hiela la sangre. Echás un vistazo rápido a tu puerta: es ahora o nunca. Por otro lado, no podés saber por dónde está yendo el coche. No muy lejos de la terminal, claro, pero no te alcanza para calcular dónde vas a caer. Podrías lastimarte, hasta morir. Pero sospechás que quedarte en manos del Profesor puede llegar a resultar peor que eso.  



Si saltás del auto en movimiento, abrí esta puerta.

Si seguís viaje con tus secuestradores (porque eso es lo que son), continuá por acá.