Bajás todavía adormecida. El
último tramo del viaje fue corto y te faltan unas buenas horas de sueño, en lo posible en una
cama. Ni bien te entregan el bolso se larga una tormenta tupida, y todo se
convierte en agua. Parece que las nubes te siguieron desde Buenos Aires.
Te guarecés en el pequeño
edificio de la terminal. La boletería está cerrada, el quiosco y la tienda de alfajores,
dulces y falsas artesanías también. En un banquito, al lado de un cartel
escrito con birome en el que dice AUTO, dormita un hombre con la cara tapada
por la visera de una gorra que alguna vez fue blanca. Te apurás para que nadie
te primeree. No hace falta: sos la única que bajó en la parada. Tosés, saludás
en voz cada vez más alta, finalmente lo sacudís levemente del brazo hasta que
el hombre se despierta.
—Hola, perdone, acabo de llegar y
como está lloviendo…
—Está bien piba, es mi trabajo. ¿Dónde vas?
—No sé —sentís que tenés que
disculparte por una respuesta tan tonta—. Hace mucho que no vengo por acá. ¿Qué
hoteles hay?
El hombre se ríe con la cara, sin
emitir un sonido, y después vuelve a hablar normalmente.
—¿Estás segura de que conocés el
lugar vos? Acá hay solo un hotel, el Gran Hotel Marino. Si es lo que querés te
llevo.
La frase te deja perpleja unos
instantes, pero tenés sueño, no te dan ganas de conversar. Asentís.
Acomodate en el asiento trasero de un Dodge destartalado, entre trapos, diarios viejos, botellas de agua vacías y estampitas de la santa sin ojos. Como puedas.