El auto los deja en una esquina de Monserrat y se aleja con un chirrido que resuena en todo el barrio. Aunque la situación no te cause ninguna gracia, no podés evitar sentirte la acompañante torpe de un científico loco en una película de ciencia ficción ochentosa. El Profesor te lleva por una de esas callecitas empedradas y angostas que al mediodía son hipertransitadas, pero que ahora están desiertas. Solo se cruzan con algunos curiosos que los miran al pasar, riéndose por lo bajo de la apariencia extravagante de tu captor.
Llegan a un portoncito-tijera oxidado con tres candados que el Profesor se apura a abrir. Lo notás nervioso: un ojo le tiembla y se le caen las llaves de las manos.
Atraviesan un pasillo húmedo donde se acumulan bolsas de basura y macetas rotas que les dan un aspecto aún más deprimente a las plantas mustias. Mientras el Profesor abre la puerta del fondo, inspeccionás lo que te rodea y tenés que contener una arcada cuando notás que tres ratas gordas y maltrechas están hurgando en los desechos. Una de las ratas te mira y frunce el ceño. Sí, frunce el ceño, porque sus ojos, nariz y boca, aunque horriblemente dentada, son humanos. Intentás gritar y salir corriendo, pero un pañuelo empapado te cubre la nariz y los labios, y enseguida estás flotando, flotando hacia las constelaciones: las Tres Marías, la Osa Mayor, la Cruz del Sur...
Flotá hacia acá.