La última estrella que visitás en el sueño placentero del cloroformo se funde con el blanco estridente de las paredes del recinto. Poco a poco, el resto de tus sentidos te va devolviendo información: el zumbido del tubo de luz y una gotera irregular, el olor a químicos y un poco a agua estancada, el sabor a jarabe, el roce de una bata quirúrgica sobre tu cuerpo desnudo y la leve presión del suero en tu brazo. Te sentís tan a gusto acostada en esa cama –sencilla pero mullida–, que no encontrás ninguna razón para alarmarte.
Mirás a tu alrededor: en una mesita ves tu ropa apilada ordenadamente y tu morral. Sobre la cómoda que tenés a la izquierda, una cajita de toallas sanitarias, algodón, alcohol y otros elementos higiénicos junto a un teléfono. "¿Qué me habrá pasado?", te preguntás mientras girás a la derecha en busca de algún botón para llamar a la enfermera.
El único estante de la habitación, suponés, tiene fines decorativos: en él un crisantemo despliega sus pétalos anaranjados. Pero lo que hay al lado capta toda tu atención: un frasco lleno de un líquido amarronado en el que descansa, en un sueño perpetuo, un feto a medio formar. No estás segura de la especie a la que pertenece; creés que lográs distinguir unas orejas y una nariz, pero podrían haber tomado cualquier forma con un tiempo más de gestación. Lo que no da lugar a discusión es esa larga y anillada cola que nace del espinazo.
Pero ni siquiera el sonido del teléfono consigue alarmarte. Tan solo el eco distante del miedo te alcanza cuando la contestadora empieza a grabar:
"Hola, habla Jordana. Pasé por el mostrador y no encontré ningún paquete. ¿Está todo bien? Llamame".
Despabilate por acá.