Tardás varios días (o lo que creés que son varios días) en
recobrar la conciencia. Durante ese lapso de tiempo, tu vida se reduce a breves
fragmentos de luz, imágenes inconexas y la voz. La voz no te abandona nunca. La
voz chillona, que insiste en llamarte Elisa y decirte que nunca te va a
dejar.
Después de un tiempo lográs asociar la voz con una
imagen: la señora tiene ojos saltones, el cabello naranja con raíces grisáceas
y nunca suelta un rosario de plástico celeste, que se le enreda entre los
dedos. Muchas veces al día la escuchás rezar; nunca fuiste religiosa pero
después de varias veces te aprendés de memoria el Padrenuestro, el Avemaría, y
eso otro que reza, esa oración larga que empieza diciendo Creo en Dios Padre
Todopoderoso… A veces te gustaría poder contestarle algo. Por ejemplo, poder
decirle que no sos Elisa, y que seguramente, en el fondo de esos ojos brillosos
de loca, ella también lo sabe. Algunas tardes la ves sacarle el
polvo a los portarretratos de la cómoda –que está tan abarrotada de estatuas,
fotos y estampitas, que tardaste un tiempo en poder examinar todas las imágenes
en profundidad– y sabés que evita mirar las fotos de Elisa para no darse cuenta
de que es otra persona, que se miente y te miente y le miente al doctor que
cada tanto –cada vez menos– viene a examinarte.
Qué buena persona, Doña Leonor… Cuánta paciencia con esta
niña.
Uno por los hijos hace todo… Usted me entiende, doctor.
Por supuesto, Leonor. Háblele. Háblele mucho, que ella,
aunque no se pueda mover, le entiende todo.
Al principio intentás revolear las pupilas de un lado a otro,
para que el doctor se dé cuenta de tu desesperación, pero es en vano. A veces
te preguntás si no estará tan loco como ella.
Y a veces… simplemente te preguntás si no será verdad, si en
realidad siempre fuiste Elisa y no lo sabías.
FIN