2.2.2.2.1bis

Tardás varios días (o lo que creés que son varios días) en recobrar la conciencia. Durante ese lapso de tiempo, tu vida se reduce a breves fragmentos de luz, imágenes inconexas y la voz. La voz no te abandona nunca. La voz chillona, que insiste en llamarte Elisa y decirte que nunca te va a dejar.

Después de un tiempo lográs asociar la voz con una imagen: la señora tiene ojos saltones, el cabello naranja con raíces grisáceas y nunca suelta un rosario de plástico celeste, que se le enreda entre los dedos. Muchas veces al día la escuchás rezar; nunca fuiste religiosa pero después de varias veces te aprendés de memoria el Padrenuestro, el Avemaría, y eso otro que reza, esa oración larga que empieza diciendo Creo en Dios Padre Todopoderoso… A veces te gustaría poder contestarle algo. Por ejemplo, poder decirle que no sos Elisa, y que seguramente, en el fondo de esos ojos brillosos de loca, ella también lo sabe. Algunas tardes la ves sacarle el polvo a los portarretratos de la cómoda –que está tan abarrotada de estatuas, fotos y estampitas, que tardaste un tiempo en poder examinar todas las imágenes en profundidad– y sabés que evita mirar las fotos de Elisa para no darse cuenta de que es otra persona, que se miente y te miente y le miente al doctor que cada tanto –cada vez menos– viene a examinarte.

Qué buena persona, Doña Leonor… Cuánta paciencia con esta niña.

Uno por los hijos hace todo… Usted me entiende, doctor.

Por supuesto, Leonor. Háblele. Háblele mucho, que ella, aunque no se pueda mover, le entiende todo.

Al principio intentás revolear las pupilas de un lado a otro, para que el doctor se dé cuenta de tu desesperación, pero es en vano. A veces te preguntás si no estará tan loco como ella.

Y a veces… simplemente te preguntás si no será verdad, si en realidad siempre fuiste Elisa y no lo sabías.



FIN