Metés las revistas, la lapicera y la novela
como podés en el morral y te alejás del bar lo más rápido posible, volcando una
silla y golpeando otras dos en el camino. Ves por el rabillo del ojo que el
mozo se sorprende y hace un gesto de intentar alcanzarte, pero un compañero lo
agarra del brazo y le murmura algo por lo bajo. Después ya no lo ves más, pero
seguís corriendo por las dudas.
Vas a tu plataforma. El micro ya está ahí, y
para tu alivio se ve bien: no parece que vaya a explotar o desarmarse a la
primera maniobra. Te gustaría comprar unos chicles antes de subir. Buscás el
celular para mirar el reloj; probás en los bolsillos de la pollera, cada uno de
los cierres del bolso, vaciás y das vuelta el contenido entero del morral. La
puta madre, pensás, lo único que me faltaba. Estás segura de que quedó sobre la
mesa del bar y sí, casi lo podés ver de tan nítido, olvidado entre la taza
semivacía y unos bollos de servilleta. Ni loca volvés a ese lugar. Sin vacilar,
volvés a armar el morral y despachás el bolso.
El asiento es cómodo, tenés lugar para estirar
las piernas y una mantita. Mejor aún, en el asiento de al lado no hay nadie: al
menos zafaste de que te toque un cargoso con ganas de hacer sociales.
Antes de dormirte pensás por última vez en el teléfono. Era un aparato viejo, golpeado en miles de caídas, que cada dos
por tres se apagaba solo —perderlo fue tal vez lo mejor que te pasó en el día.
Aunque Poli podría llegar a preocuparse si te escribe y no le respondés... Mejor, que se angustie y sufra. Si se hubiera hecho cargo él de todo este
asunto, o al menos te hubiese acompañado, nada de todo esto te habría pasado.
Cerrás los ojos con una sonrisa en los
labios. Tenés la intuición profunda de que todo empieza a marchar mejor.
Dormí tranquila y desperezate acá.