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El Gran Hotel Marino es absurdamente inmenso para la localidad que lo rodea. Sigue estando igual que lo recordás: la misma pintura celeste, pero más sucia y descascarada, el mismo cartel de neón, aunque ahora ninguna de las letras ilumina, las mismas cortinas mugrosas marrones y amarillas, de un falso color arena. Por fin lo vas a conocer por dentro; de chica siempre te intrigaba y fantaseabas con excusas para visitarlo.  

—Hola. ¿Me da una habitación simple por favor? —el recepcionista te sigue observando con la ceja levantada, como desde que cruzaste la puerta. Apostarías a que se tiñe cada uno de los pelos de la cabeza: el medio aro que le ciñe las sienes y la nuca, el bigotito anchoa de pervertido, las propias cejas. Todo es demasiado negro y lustroso—. No sé bien por cuánto tiempo, por ahora solo hoy. 

Todavía se queda un rato callado. Cuando finalmente habla, te dice un precio absurdamente barato (todo es absurdo en este lugar), te extiende una llave del tercer piso y te pide que completes tus datos en el libro de registros. Mirás el renglón de arriba: desde octubre pasado no se hospeda nadie. Cuando terminás de poner tu firma, te señala un ascensor con puertas de tijera en el extremo del inmenso hall.

—Gracias, prefiero subir por las escaleras. —La ceja sigue exactamente en la misma posición. Tal vez su cara sea así, pensás.



Arrastrate a vos y a tu bolso hasta la habitación 327.