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En la habitación hay tres camas: una doble, dos simples. Debe haber por lo menos ocho metros desde la puerta hasta el balcón, semiescondido por las cortinas color arena; el techo es alto y solo tiene un aplique en el centro, con una bombita amarillenta y débil, por lo que deja casi toda la habitación en penumbras. Solo uno de los tres veladores funciona. El baño, en contraste, es diminuto. Calculás que la ducha debe mojar todo: el inodoro, el rollo de papel, el lavatorio, el pequeño espejo. No tiene cortina ni caño de donde colgar una. 

Dejás tus cosas sobre una de las camas y te dejás caer en la doble. Los resortes suenan, el colchón se hunde descubriendo bultos y durezas. No creés que las otras sean mejores. Cerrás los ojos segura de que te vas a dormir al instante. Al principio solo te rodean el silencio, la tormenta y el fondo lejano del mar, pero no tardan en cobrar relieve otros ruidos que te habían pasado desapercibidos: el gotear rítmico de alguna canilla floja, el viento contra las persianas, la vibración grave de los vidrios, el susurro irregular que parece provenir de la pared detrás de la cabecera de la cama. Ese es el que más te distrae. No es exactamente un susurro; es más bien un raspado, como si unas uñas tenaces y sigilosas estuviesen tratando de abrirse paso desde el otro lado. Basta de sugestionarte, Tamara, pensás. Pero el susurro continúa, y nada parece indicar que vaya a detenerse.




Si hacés fuerza para dormirte, cerrá los ojos acá.

Si decidís encender el velador para investigar la pared, pulsá el botón del interruptor así.

Si en cambio elegís salir al pasillo para explorar el resto del hotel y ver si encontrás una habitación mejor, calzate y abrí la puerta hacia este lado.