Desde el pasillo entra un hombre flaco y nervioso. Está vestido con un jean, zapatillas y camisa rayada. Tendrá alrededor de cincuenta años, pero algo en sus rasgos y el peinado hace pensar en un chico. Un chico ansioso: sus gestos son eléctricos y bruscos. Al pasar llama a la puerta interna con un puñetazo y se deja caer en el sillón, con una pierna colgando sobre el apoyabrazos. En la habitación de al lado las voces se callan. Enseguida esa puerta se abre y entran una mujer y un hombre, con guantes de plástico y barbijo.
—Vamos, que se va a hacer de día. —El hombre-niño intenta arremangarse la camisa y en el apuro la desgarra. Sin inmutarse el otro hombre lo afirma al sillón con unas correas gruesas que lo sujetan por las muñecas, los antebrazos, el cuello, la cintura y los tobillos. La mujer abre la heladera y se mete en su interior.
Te apretás cuanto podés contra la pared para hacerte lo más chiquita posible, pero espiás lo que ocurre en el cuarto a través del reflejo en la ventana. Solo podés desear que a nadie más se le ocurra mirar el vidrio.
El hombre-niño tamborilea impaciente. A su alrededor los otros dos montan una pequeña instalación: dos perchas de las que cuelgan bolsas hinchadas de sangre, tubos flexibles, en el piso una especie de contenedor plástico con tapa en el que desembocan varios conductos rojizos. Todo se ve un poco precario y al mismo tiempo preciso.
—No quiero venir más. Siento hambre, siento que me huelen, es peligroso. Además estoy cansado. Tengo todas las venas a la miseria. Me prometieron una cura. Les estoy pagando para eso, ¿no? Montones de plata, fortunas. Díganme qué tengo al menos. Cúrenme.
La mujer y el hombre no responden nada. Parecen acostumbrados, y él también. Además están demasiado concentrados en asegurar las agujas, controlar las bolsas frescas, revisar el goteo rítmico en el contenedor, tomar mediciones: temperatura, garganta y boca, reacción de la pupila a la luz, uñas, ritmo cardíaco y respiratorio, muestra de sangre. La mujer lleva la sangre al aparador, la observa bajo un microscopio, coloca el resto en una especie de horno.
—Entre los que desaparecen solos y los que hacemos desaparecer nosotros este lugar va a desaparecer del todo. Cada vez más fantasma. ¿Qué vamos a hacer si seguimos así, sin curarme? ¿Mudarnos a otro balneario? —se ríe sin ganas.
En la habitación de al lado suena un teléfono.
—Vamos, que se va a hacer de día. —El hombre-niño intenta arremangarse la camisa y en el apuro la desgarra. Sin inmutarse el otro hombre lo afirma al sillón con unas correas gruesas que lo sujetan por las muñecas, los antebrazos, el cuello, la cintura y los tobillos. La mujer abre la heladera y se mete en su interior.
Te apretás cuanto podés contra la pared para hacerte lo más chiquita posible, pero espiás lo que ocurre en el cuarto a través del reflejo en la ventana. Solo podés desear que a nadie más se le ocurra mirar el vidrio.
El hombre-niño tamborilea impaciente. A su alrededor los otros dos montan una pequeña instalación: dos perchas de las que cuelgan bolsas hinchadas de sangre, tubos flexibles, en el piso una especie de contenedor plástico con tapa en el que desembocan varios conductos rojizos. Todo se ve un poco precario y al mismo tiempo preciso.
—No quiero venir más. Siento hambre, siento que me huelen, es peligroso. Además estoy cansado. Tengo todas las venas a la miseria. Me prometieron una cura. Les estoy pagando para eso, ¿no? Montones de plata, fortunas. Díganme qué tengo al menos. Cúrenme.
La mujer y el hombre no responden nada. Parecen acostumbrados, y él también. Además están demasiado concentrados en asegurar las agujas, controlar las bolsas frescas, revisar el goteo rítmico en el contenedor, tomar mediciones: temperatura, garganta y boca, reacción de la pupila a la luz, uñas, ritmo cardíaco y respiratorio, muestra de sangre. La mujer lleva la sangre al aparador, la observa bajo un microscopio, coloca el resto en una especie de horno.
—Entre los que desaparecen solos y los que hacemos desaparecer nosotros este lugar va a desaparecer del todo. Cada vez más fantasma. ¿Qué vamos a hacer si seguimos así, sin curarme? ¿Mudarnos a otro balneario? —se ríe sin ganas.
En la habitación de al lado suena un teléfono.
Seguí conteniendo la respiración y no hagas ruido. Lo mejor ahora es esperar.