—No se preocupe, no me asusto fácil —obvio que estás mintiendo, pero la
mueca de Vicente revela que volviste a acertar en el blanco de su
susceptibilidad. Te despedís con una sonrisa. No deja de asombrarte con qué poco te divertís.
Reconocés la casa de lejos, verdosa y brillante, erizada de los miles
de culos de botella que el propio tío Alfonso había ido pegando a los muros y los techos.
Pero hay una novedad: está notoriamente inclinada hacia uno de los lados, como
si estuviera hundiéndose de a poco en el terreno que la soporta.
Probás distintas llaves hasta que lográs entrar. Por si acaso,
contenés la respiración.
Entrá acá.