Pisás y la alfombra se hunde bajo tu pie. No hay nada de qué
agarrarte, y caés. Caés y seguís cayendo, golpeándote contra los bordes
irregulares del túnel, algunas salientes de material y terrones húmedos que se desmoronan a tu paso. Aterrizás sobre un suelo duro y frío, con todo tu peso sobre el
tobillo. Tratás de enderezarlo, no podés. No tenés idea de cómo vas a hacer
para salir de ahí, o al menos para pararte. El olor es inmundo; huele a
podrido, a descomposición, a… Mirás alrededor. Está muy oscuro, pero te parece
distinguir unas formas por el piso.
—Bienvenida sobrina, te esperaba. Ya me estaba cansando de esperar. Sobrina
nieta, bah. Da igual.
En la oscuridad, sobre vos, se recorta la silueta del tío Alfonso.
Idéntico a como lo recordás, y al mismo tiempo muy distinto. La melena plateada
hasta la mitad de la espalda, las cejas despeinadas, la barba bicolor, todo
igual, como si los años se hubieran detenido. Tratás de identificar qué le
encontrás tan diferente. Te das cuenta: está buenísimo. La revelación te
shockea —es un viejo, recontra viejo, y encima tu tío, el tío de tu mamá en
verdad, o sea que tal vez —te obligás a detenerte para evitar que tu
imaginación se desboque. ¿Qué te pasa Tamara? ¿Desde cuándo te gustan los
ancianos, ni hablar tus familiares?
Alfonso te arrastra hasta una losa de piedra surcada de canaletas. A
un costado se abre una olla gigantesca, casi una pequeña pileta, en la que
desembocan esas estrías. Está llena de agua turbia y humeante casi hasta el borde, sus paredes están sucias y despide un olor
nauseabundo. Sin perder tiempo, tu tío te amordaza y sujeta a la losa con varias
correas de cuero grueso.
—¿Así que te gusta el bondage, Tami?
Te revolvés entre las ataduras, intentás protestar contra el apodo,
pero la mordaza no te deja hablar. Jamás te hubieras imaginado que tu tío
abuelo seguía tu blog.
Sentí cómo te sigue atando por acá.